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viernes, 17 de septiembre de 2010

¿Se puede amanecer antes de que amanezca?


Ray Bradbury, siempre genial, insinúa en uno de sus cuentos que los viajes en el tiempo son una posibilidad.
El cuento en cuestión del demonio creativo de Bradbury es de 1950 y se titula Antes del amanecer.  Lo escribe 35 años después de la publicación de la generalización de la Relatividad especial de Einstein. Con la relatividad especial el espacio y el tiempo se convirtieron en magnitudes físicas relativas a la velocidad relativa. Los dos conceptos se unificaron en uno: el espacio-tiempo definido por la métrica plana de Minkowski. Dicha métrica, invariante bajo las transformaciones de Lorentz, presupone el espacio y el tiempo relativos a la velocidad característica de la Relatividad especial de Einstein (ver La relatividad del tiempo. El tiempo de la relatividad).
Precisamente, de la Relatividad especial se deducen, entre otras cosas, la constancia de la velocidad de la luz, además de la llamada dilatación del tiempo (dilatada a merced de las transformaciones de Lorentz). Pero, ¿de qué modo traducimos al lenguaje ordinario dicha dilatación del tiempo? (Para ampliar este tema se puede consultar el artículo Sobre la dilatación del tiempo y la contracción de longitud de Lorentz-Einstein, y Efecto Doppler y Relatividad del tiempo.) La forma clásica de expresarlo en el lenguaje humano es la indefinida proposición: "los relojes en movimiento andan más despacio", cuya expresión en el lenguaje matemático es más precisa y determinada y se puede ver su concreción en La paradoja de los gemelos de la Teoría de la relatividad de Einstein  (en la fórmula (2) de la página 9):


La mejor manera de explicar esta fórmula relativista es basarnos en la clarividente explicación que ofrece Xavier Terri Castañé en La paradoja de los gemelos de la Teoría de la relatividad de Einstein  (pág. 10) y cito de forma textual:

«Todos los signos son de sobras conocidos. El diferencial de tiempo dt(B) corresponde al “ente” B y el diferencial de tiempo dt(A) corresponde al “ente” A. La velocidad de B con respecto a A es constante, pues se considera que la relatividad especial sólo es válida para los referenciales cuyo movimiento relativo sea rectilíneo uniforme.
La dilatación relativista del tiempo (2) es consecuencia directa de las transformaciones de Lorentz einstenianas, que son las transformaciones asociadas a la métrica (1).
La doctrina relativista sostiene: la constancia de la velocidad de la luz implica apodícticamente la dilatación del tiempo, y la dilatación del tiempo implica apodícticamente la constancia de la velocidad de la luz. Esto es, ambas cosas se coimplican apodícticamente. Tal vez ¿aporéticamente?
Se presupone que la fórmula relativista de la dilatación del tiempo es compatible con la simetría según la velocidad del movimiento rectilíneo uniforme, a saber: si el ente B (referencial, o reloj, u observador, …) se mueve con velocidad uniforme  con respecto al ente A –el cual se autoconsidera en reposo:–, entonces el ente B, en simetría cinemática con respecto de A, también tiene derecho a autoconsiderarse en reposo, y afirmar que es en realidad el ente A el que se mueve con velocidad con respecto a B.
La teoría de la relatividad cree que dicha simetría del movimiento requiere que la fórmula (2) permanezca matemáticamente inalterada (menos por menos es más) bajo el cambio:
    
    
De forma que, si atendemos a la constancia de la velocidad de la luz y su consecuente implicación apodíctica, la dilatación del tiempo (¿por qué no llamarla contracción del tiempo?), sin duda podremos imaginarnos, por qué no, viajando a bordo de una megaultrasónica y megaultrafotónica cápsula espacial, casi a la asombrosa velocidad de la luz —la constante "c"―, entonces, según la teoría de la relatividad el tiempo se "dilatará" y con él se supone que también se modificará la percepción física del "cronos" de los que se queden en tierra. ¿Son "conscientes" los relojes de a bordo de su velocidad con respecto a la tierra? Porque de ser así también serán conscientes, por decir algo, de su velocidad con respecto a la luna, o con respecto, esté ahora donde esté, al balón con que Iniesta derrotó a la selección holandesa, en el pasado mundial de fútbol de Sudáfrica 2010. (Para entender mejor este idea, os aconsejo leer el interesante debate sobre La dilatación del tiempo o dilación de la luz de emagister.com) ¿Por qué los relojes de a bordo "dilatan" su tiempo arbitraria y caprichosamente en función de su velocidad con respecto a la tierra y no en función de cualquier otra posible velocidad relativa? La teoría de la relatividad es absurda. (No estaría de más echarle un vistazo al artículo de vixra.org La relatividad general de Einstein es a lo sumo una teoría sobre la gravitación (errónea).)
El Sr. y la Sra. Smith, los protagonistas del cuento de Bradbury, se dejan caer en un pueblecito de Illinois, una noche de agosto de 2002, en la humilde pensión del Sr. Fiske. Como una aparición surgida del espesor de la hierba mojada, los Smith suben las gradas que los conducen a la pensión, sin equipaje alguno. Con el semblante preocupado del que huye de un mal sueño, suben las escaleras para instalarse en mitad de la noche. Con los Smith también se instalan dos posibilidades: los fragmentos de una vida rota, acunados por el profundo llanto de la mujer, un llanto ancestral, existencial; y la utopía de los viajes en el tiempo y con ella los universos paralelos, los agujeros negros o la paradójica paradoja de los gemelos. (Sería interesante consultar La materia oscura (Dark matter) y las ecuaciones de Einstein en Libro virtual.org)
A mí, con sinceridad, la segunda posibilidad me plantea un profundo océano de dudas. Por ejemplo, ¿se puede viajar hacia el pasado desde el futuro, como asegura el eximio hombre de ciencia S. Hawking? ¿Y si es así, por qué no viceversa? (Para salir de dudas, lo mejor es leerse con tiempo y detenimiento el Extracto de la Teoría Conectada, en bubok.com)
¿No es una carga demasiado onerosa y avasalladora seguir creyendo todavía en la "paradoja del abuelo", aquella en la que un indómito e imprudente viajero tiene la osadía no sólo de retroceder en el tiempo (con el consiguiente riesgo de convertirse en un embrión biológico, o en nada,  durante el transcurso de ese extraño viaje), sino de asesinar a su propio abuelo, de manera que, irremisiblemente, el viajero quedaría condenado al "no viaje", puesto que el asesinato de su antepasado lo convertiría en un "no nacido". Pero, si no ha nacido, ¿cómo ha viajado hasta allí? Parece que el viajero imprudente se encuentra con una aporía irremediable.
Pero, ¿cómo resolver este cul de sac?
La explicación más simple es siempre la más probable, y la mejor probabilidad sería buscar una teoría de la física que fijase la invariancia universal de las leyes físicas. El primer paso, ineludible, debería eliminar la dicotomía entre observadores inerciales (no acelerados y sin movimiento de rotación absoluto) y observadores no inerciales (acelerados y con movimiento de rotación absoluto) que la física actual de los pasados siglos se empecina en "preservar".
¿Acaso no sería mucho más acertado establecer diferentes clases de movimiento antes que diferentes clases de sistemas de referencia (ver el artículo bilingüe publicado en vixra.org El nuevo principio de inercia. (El fin del espacio absoluto y de los sistemas inerciales) o diferentes observadores? ¿Acaso no puede cualquier observador considerarse en reposo y escoger su "ritmo propio" como referencia temporal propia con la que determinar, relacionalmente, las evoluciones temporales ajenas?
Ahora volvamos de nuevo a los Smith. El detonante de sus desgracias tiene nombre propio, Lionel Westercott, y una fecha de nacimiento, 2000. Ese tal Westercott es el exiguo personaje que obligará a los Smith a retroceder sus relojes hasta el año 2002.
Los Smith son hermosos y distinguidos, pero extraños: lucen ropa sin costuras, arrugas alrededor de la boca que les confieren un aspecto de cansancio crónico. Usan pañuelos ignífugos y en su habitación tienen tres relojes, además de tres calendarios del año 2035. Son limpios y racionales. "La situación era loca, pero ellos no. Todo lo relacionado con ellos era loco, pero no ellos mismos."
El ruido de los aviones los asusta. Mas, después de su huída hacia atrás en el tiempo, los asedia el peor de los temores: no saben dónde están ni cómo llegaron hasta allí.
El protagonista (quizás el propio Bradbury) es el único que parece comprender el embrollo en el que están inmersos los Smith, y cree intuir cómo han llegado hasta allí. Para reafirmarse en sus convicciones hace una incursión, en plena noche, a la oscura biblioteca del pueblo, el único lugar que dará luz a sus sospechas. La documentación da sus frutos, y se detiene en el nombre de "William Westercott, político, New York City. Casado con Aimee Ralph en enero de 1998. Un hijo, Lionel, nacido en febrero de 2000". Lionel sería presidente de los Estados Unidos en 2035...
Convencido ya de lo que ocurre, se dirige a casa, de mañana, con la sola compañía de un cielo negro poblado de estrellas brillantes. Detenido frente a la casa dormida, vuelve a escuchar el llanto de la mujer. Sin duda parece haber tenido otra pesadilla. "Las pesadillas son memoria, se basan en cosas recordadas de manera vívida y horrible y con demasiados detalles [...]."
Mientras todo sigue en calma, él ha descubierto que los Smith vienen de otro momento, de otro contexto. Y lo peor de todo, que no tienen pasado, porque su pasado es, en realidad, el futuro. Así expían su pecado. Así sufren su condena esos viajeros del futuro.
El protagonista se acuesta y parece comprenderlo todo. Le aterroriza que por la mañana vuelva a salir el sol. En su mente todo ha amanecido con precisa clarividencia. Sin embargo, ¿se puede amanecer antes de que amanezca? ¿Puede ser el futuro pasado? ¿Y viceversa? ¿Existiría una simetría perfecta en ese viaje del futuro hacia el pasado con un viaje del pasado hacia el futuro? ¿Acaso el protagonista se erige como un observador privilegiado, frente a dos observadores, mucho menos "privilegiados", que han sufrido las consecuencias de un futuro próximo? ¿Acaso no viajamos siempre en el tiempo, en ese "todo fluye" de Heráclito?
Parece que no existe una explicación plausible. La relatividad no convence. ¿Se puede o no viajar desde el pasado hacia el futuro? Sólo a través de la literatura, y, desde finales del siglo XIX, a través de cinematógrafo podemos retroceder hacia estadios pasados, que desde luego no nos servirán para alterar lo que acontecerá después. Pero eso no deja de ser fabular por fabular. La física debería hablar de viajes físicos, no mentales, aunque lo físico acabe configurando el espacio mental.
Olivia Radop
Septiembre de 2010

domingo, 25 de julio de 2010

Las esteras voladoras de los gitanos

Esta entrada apareció hace ya unos meses en un blog amigo-hermano del que nos sentimos muy orgullosos. Sin ánimo de resultar excesiva y pleonástica, hace referencia a un fragmento de Cien años de soledad en el que Gabriel García Márquez, tan genial como lúcido, nos sorprende con un texto en el que nos aclara las dificultades que ha sufrido la humanidad entera, personificada en muchos seres humanos, para aceptar EL CAMBIO, y con éste toda la suerte de cambios que nos depara el progreso.
Vaya ahí primero el fragmento, y más adelante, mi comentario.

¿Dónde está Míster Herbert?

Os propongo la lectura de este fragmento de Cien años de soledad, del genial escritor Gabriel García Márquez. A continuación os recomiendo la lectura del texto Las esteras voladoras de los gitanos, de mi colaboradora Olivia Radop. En dicho fragmento se describe un extraño personaje para los macondinos. Rechoncho y agradable, de buen carácter.  Sabio y distraido, aparece y desaparece de Macondo como una mariposa voladora.
Desde que el ferrocarril fue inaugurado oficialmente y empezó a llegar con regularidad los miércoles a las once, y se construyó la primitiva estación de madera con un escritorio, el teléfono y una ventanilla para vender los pasajes, se vieron por las calles de Macondo hombres y mujeres que fingían actitudes comunes y corrientes, pero que en realidad parecían gente de circo. En un pueblo escaldado por el escarmiento de los gitanos no había un buen porvenir para aquellos equilibristas del comercio ambulante que con igual desparpajo ofrecían una olla pitadora que un régimen de vida para la salvación del alma al séptimo día; pero entre los que se dejaban convencer por cansancio y los incautos de siempre, obtenían estupendos beneficios. Entre esas criaturas de farándula, con pantalones de montar y polainas, sombrero de corcho, espejuelos con armaduras de acero, ojos de topacio y pellejo de gallo fino, uno de tantos miércoles llegó a Macondo y almorzó en la casa el rechoncho y sonriente míster Herbert.
Nadie lo distinguió en la mesa mientras no se comió el primer racimo de bananos. Aureliano Segundo lo había encontrado por casualidad, protestando en español trabajoso porque no había un cuarto libre en el Hotel de Jacob, y como lo hacía con frecuencia con muchos forasteros se lo llevó a la casa. Tenía un negocio de globos cautivos, que había llevado por medio mundo con excelentes ganancias, pero no había conseguido elevar a nadie en Macondo porque consideraban ese invento como un retroceso, después de haber visto y probado las esteras voladoras de los gitanos. Se iba, pues, en el próximo tren. Cuando llevaron a la mesa el atigrado racimo de banano que solían colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó la primera fruta sin mucho entusiasmo. Pero siguió comiendo mientras hablaba, saboreando, masticando, más bien con distracción de sabio que con deleite de buen comedor, y al terminar el primer racimo suplicó que le llevaran otro. Entonces sacó de la caja de herramientas que siempre llevaba consigo un pequeño estuche de aparatos ópticos. Con la incrédula atención de un comprador de diamantes examinó meticulosamente un banano seccionando sus partes con un estilete especial, pesándolas en un granatorio de farmacéutico y calculando su envergadura con un calibrador de armero. Luego sacó de la caja una serie de instrumentos con los cuales midió la temperatura, el grado de humedad de la atmósfera y la intensidad de la luz. Fue una ceremonia tan intrigante, que nadie comió tranquilo esperando que míster Herbert emitiera por fin un juicio revelador, pero no dijo nada que permitiera vislumbrar sus intenciones.
En los días siguientes se le vio con una malla y una canastilla cazando mariposas en los alrededores del pueblo. El miércoles llegó un grupo de ingenieros, agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores que durante varias semanas exploraron los mismos lugares donde míster Herbert cazaba mariposas.
Gabriel García Márquez (1967)



La humanidad entera es reacia al cambio. El cambio implica transformación, pero no en el sentido estricto de metamorfosis.
Cambio es sustantivo derivado de cambiare, del latín tardío, ‘trocar’, de origen céltico. Parece que es préstamo del galo, que penetró en latín en el sentido comercial de trocar. Como tantas palabras, en su origen hace alusión a un principio básico materialista, que tiene que ver con la supervivencia de la especie. Se nos antoja pues un concepto “necesario”.
De modo que en su prístino origen el cambio se percibió como algo útil e imprescindible. Tan importante que sin trueque nuestros antecesores estarían condenados a las carencias físicas y, por ende, espirituales; a las peores calamidades imaginables, como la miseria, el rechazo social o incluso, en su fatídico extremo, a la muerte.
Así que resultaba muy conveniente asumirlo. Cambiar implicaba transformarse.
Cuando se llega a asumir una transformación se produce el avance. Cualquier avance significa evolución, aprendizaje. Y solo cuando se evoluciona, se prepara el campo abonado para lo que los humanos hemos consentido en llamar, convencionalmente, progreso.
Pero, ¿por qué mostrarse tan esquivos al cambio, si todo cuanto el cambio contiene posee matices de carácter positivo?
Reflexionemos… La maraña de razones es inmensa.
Rechazamos el cambio por: temor (a lo desconocido y lo novedoso, ya que ambos van de la mano); por prejuicios (si lo que poseo ahora es “real” aunque incierto, para qué buscar más allá); por apego (materialista o sentimental, y en el fondo más lo primero que lo último); por pereza (sobran las palabras); por orgullo (¿Cambiar, yo? Si soy perfecto…); por soberbia (¡No me da la gana de cambiar. Que cambien los demás!); por maldad (cuántas dictaduras…); por “voluntad de poder”, y aquí, nuestra verdad, por falsa que la sepamos se impone siempre manipulando, asfixiando, aniquilando la voluntad del otro, los otros: el ajeno (”alienum”).
¿Y podríamos añadir que rechazando el cambio nos alejamos del progreso?
No parece que la respuesta correcta a esta cuestión sea afirmativa. Antes, más bien, todo lo contrario.
Vamos a ilustrarlo mediante un ejemplo, el de la excelente recreación de la histórica humanidad narrada por Gabriel García Márquez. Nos cuenta el genial García Márquez que los macondinos sienten nostalgia de lo mágico, de aquello que les resulta tan increíble que merece ser rememorado una y otra vez. Por ese instinto tan primigenio, tan humano, rechazan el progreso. Prefieren arraigarse a las esteras voladoras de los gitanos que los visitaban al principio de su fundación, aunque el tiempo de los gitanos ya no es otra cosa que tiempo  enquistado, sublimado y, como tal, finito.
Los macondinos se siguen vanagloriando de sus alfombras voladoras de mil y una noches, las de sus cien años desgraciadamente solitarios.
Sin embargo, lo que creen los macondinos poco importa. El progreso avanza. Progresa. Lo que conciben incluso como un retroceso, arranca.
Mr. Herbert abandona Macondo en el próximo tren. Se va para siempre con sus globos cautivos, los que nunca habían conseguido elevar a nadie en Macondo.
Sabe lo difícil que resulta elevar a alguien cuando éste se empeña en no soltar lastre.
Mr. Herbert se va con sus globos a otra parte. Antes de irse, caza mariposas con una malla. Son las únicas que vuelan en Macondo. Y la vida continúa para los macondinos. Se lleva sus globos lejos, muy lejos y los hincha hasta que alguien vislumbra sus intenciones.
Olivia Radop
Septiembre de 2009

jueves, 15 de julio de 2010

La voz de Lila

A mediados de los noventa, un abogado le entregó a Olivier Orban, de la editorial francesa Plon, el manuscrito de La voz de Lila: estaba escrito a mano en dos cuadernos Clairefontaine de tapas rojas. El editor fue informado de que el autor de la novela, Chimo, era un joven de 19 años hijo de inmigrantes árabes que estaba en ese momento en la cárcel y que deseaba permanecer en el anonimato.
La excepcional calidad del relato hundió a Orban en un mar de dudas acerca de su autoría, pero finalmente le decidió a publicarlo. El debate acerca de la verdadera identidad de Chimo se extendió entonces a toda la prensa cultural francesa.
Años después, seguimos sin saber nada de Chimo —que publicó una segunda novela, J’ai peur—, pero la opinión general sigue siendo que tal nombre no era más que un seudónimo tras el que se ocultaba un autor reconocido. La lista de candidatos es interminable: Ravalec, Tournier, Pennac, Moix, Picouly, Queffélec, Serguine, Blier, Bercoff o el mismo Olivier Orban.
Por lo que sabemos, como se decía en las páginas de Le Figaro, La voz de Lila podría haber sido escrito por «un novelista experimentado o un autor clandestino sin papeles, pero en todo caso, por un escritor».

«Me llega, y leo con placer e interés, La voz de Lila, una novela francesa que cuenta la vida, la muerte y la jodienda en un suburbio árabe de París. Supera con mucho el realismo sucio americano o español, cultiva una secreta poesía de la intensidad conseguida mediante el detalle, el conocimiento profundo, la sensación de vividura, una prosa salvaje y una Lolita porno y tercermundista, Lila, que comunica al lector los olores y encantos naturales de una adolescencia maldita, misteriosa y viciosilla. Gran libro, distinto de todo lo que se hace en francés o en español, que aquí parece no haber leído nadie. Este Chimo, real o fingido, escribe un francés mutilado, muy expresivo, improvisado y eficacísimo.» Francisco Umbral

En una ruinosa banlieue francesa, habitada básicamente por inmigrantes árabes, sólo hay una cosa por la que a Chimo le merezca la pena vivir: Lila. Es como una aparición en medio del desierto; la piel blanca, el pelo rubio, virginal, y a la vez increíblemente audaz y provocadora. Chimo recoge todas sus palabras, sus encuentros y sus juegos cargados de intensidad erótica en unos cuadernos de letra apretujada y llenos de tachones.
Los mismos cuadernos que, al parecer, llegaron a una editorial francesa de parte de su autor, del que a día de hoy seguimos sin saber nada (¿es realmente el protagonista de la historia?, ¿o un autor enmascarado?). Sólo tenemos estas páginas, sinceras y crudas, que nos hablan de la intensidad con la que se puede vivir el amor en mitad de la más absoluta desolación, y que constituyen a su vez un turbador relato de la vida en los márgenes del mundo.
   Ya ves que tengo cara de ángel, lo dice todo el mundo. Mira mis ojos claros y azules, darías hasta la camisa por ellos. Y de mi voz qué te voy a contar, ya la conoces. No, en serio, mírame la boca. ¿Me ves la boca? ¿La ves bien? ¿Te has dado cuenta de lo pequeñita que es? ¿A que es increíble?
    ¿El qué? ¿Qué es increíble?
    Que una boca tan pequeña se pueda tragar una polla gorda.

viernes, 9 de julio de 2010

Reseña Literaria de Caja negra


 Caja negra, de Pablo Sánchez
La literatura, como el lenguaje, es un producto tan ilustrador como falsificador. De eso, precisamente, tratará de convencernos el novel autor de Indicios del caos, Raúl Garay, desde el momento en que reciba una inesperada demanda por plagio de otro novelista, desconocido y oportunista, autor de una obra publicada con anterioridad: La fosa común. Desde la aparición de su contrincante ideal, complementario, Elías Betancourt, Garay asistirá impotente y colérico al desvanecimiento de su efímera carrera literaria por la ladera del olvido, en beneficio del éxito de su contrincante. Sus vidas se entrelazan, a partir de entonces, en una descarnada lucha legal y personal llena de coincidencias y malentendidos, de traiciones y emboscadas. La clave temática de Caja negra reside pues en el enfrentamiento entre dos seres incompatibles y vanidosos, con tendencias megalómanas, enzarzados en una guerra dialéctica que revelará formas muy distintas de entender el mundo y la literatura, y demostrará que ninguno de los dos es trasunto del otro. Al final, Garay no intenta refutarle nada a su álter ego, Betancourt, porque el plagio es irrefutable y, como todo gran escritor, es consciente de que la literatura no es más que un campo de controversias en el que se busca la perdurabilidad y se pierde la propia identidad.
El joven novelista Pablo Sánchez (Barcelona, 1970) nos sorprende gratamente con Caja negra, su primera novela, ganadora del xi Premio Lengua de Trapo de Novela (2005), por sobradas razones entre las que destacan su dialéctica y su juego de dobles imágenes. Libro escrito en clave autobiográfica por una voz rica, llena de matices, una mente crítica, acostumbrada a la hipérbole retórica; la voz de un escritor que domina con destreza de picapedrero los resortes y mecanismos de la creación narrativa, pero que clama con una ironía nada exenta de mordacidad: «nunca he podido decir nada nuevo».
Caja negra se nos presenta como una novela confesional plagada de aciertos: su planteamiento cargado de reflexiones sobre el origen de la vida y de la literatura –las más puras formas de creación–, sobre el oportunismo y la fama; los dos incisos pseudoautobiográficos –autocronología, verídica, y cuestionario Proust–, llenos de sarcasmo en sus opiniones sobre los más diversos temas: política, literatura, religión, sexualidad, modernidad, poderes fácticos, etc.; por último, una original trama, basada en el poder terapéutico del odio, motor de creatividad literaria. Los fallos, pocos, uno tal vez descartable: protagonista y antagonista son en exceso aviesos, perversos, abominables; exacerbados en su forma de amar y de odiar; quizás, demasiado humanos.
Pero lo que sin duda debería convencernos de este ególatra de lo literario, es su capacidad para la intertextualidad, en esta novela sobre y contra la literatura, llena de citas de autores diversos –Uslar Pietri, Céline, Borges, Celaya–, además de que nos exija como lectores la complicidad en la búsqueda de la verdad literaria. Pablo Sánchez –Raúl Garay– solicita al lector –narratario– un ejercicio de hermenéutica, de interpretación del texto literario, consciente como es de que su novela no es, ni mucho menos, una verdad literaria, sino un horizonte de inseguridad y de peligro. De ahí que, al final, desista de trazar nuevos proyectos y nos inste a indagar, tan solo, en el placer del texto por el texto.
La literatura, como la creatividad y, de igual modo, la vida quedarán encerradas de forma perpetua en una caja negra, memoria, reminiscencia, anámnesis: una especie de mirada sobre nosotros mismos.

jueves, 24 de junio de 2010

Je est un autre

Romain Gary escribió un libro, La vie devant soi, premio Goncourt, en el que juega a ser otro que él mismo.
Ser otro puede ser el fruto de una necesidad. También una exigencia, una huída de sí mismo. Una salvación del espíritu, o la muerte del mismo.

Para los que no sabéis de qué va, aquí tenéis un artículo publicado en Babelia en 2008, por Núria Barrios. Para que os animéis a curiosear. A leer quizás.

Aquí os lo dejo:

Un alarido recorre la historia del arte, un grito que Rimbaud formuló en el siglo XIX: "Je est un autre". Ser otro como necesidad, como juego, como refugio, como salvación. Son muchos los escritores que han jugado a ser otros: Antonio Machado fue Juan de Mairena y Abel Martín; Karen Blixen fue Isak Dinesen; el reverendo Charles Lutwidge Dogson fue Lewis Carroll... Pessoa, gran aficionado a los heterónimos, los llamaba "otros de él mismo". Pero probablemente el caso más llamativo en la historia literaria de los seudónimos es el de Romain Gary, nacido Roman Kacew y también conocido como Émile Ajar, Shatan Bogat y Fosco Sinibaldi. Él fue el perfecto camaleón.
Romain Gary llevó la fórmula de Rimbaud "Je est un autre" hasta sus últimas consecuencias. Su heterónimo Émile Ajar creció de tal manera que Gary, acusado por la crítica de imitar a aquél, tuvo que escribir un libro, que entregó a su editor con la condición de que se publicara tras su muerte, donde explicaba que el Otro era Él. En Vida y muerte de Émile Ajar, Gary narraba la estrategia que había ideado para crear a su álter ego más famoso. En 1974, persuadió a un amigo para que enviase los manuscritos firmados por un tal Émile Ajar desde Río de Janeiro a la editorial Gallimard en París. Ajar publicó cuatro novelas con enorme éxito. Cuando la segunda, La vida ante sí, ganó el Goncourt, Gary se encontró con la sorpresa de ser el único escritor que había ganado dos veces el prestigioso premio: en 1956, por Las raíces del cielo, que publicó como Romain Gary; y en 1975, por La vida ante sí, firmada por Ajar. Lejos de detenerse ahí, llevó el juego aún más lejos: su primo Paul Pavlowitch asumió la personalidad del misterioso Ajar ante los medios de comunicación. A eso se le llama ponerse a los críticos por montera.
A Gary, que lleva más de 30 años muerto, le haría gracia comprobar la reedición simultánea en España de sus libros más famosos: los dos Goncourt, firmados, aún hoy, por él y por Émile Ajar. Su heterónimo ha resistido el paso del tiempo gracias, fundamentalmente, a la literatura tierna, corrosiva, absurda y poética que se publicó bajo su nombre. ¿Qué más da si Ajar nunca existió? Cuando la ficción se alza poderosa, la realidad y sus notarios se retiran de puntillas. Las raíces del cielo, considerada la primera novela ecologista de la historia, pertenece a Gary, igual que La vida ante sí, un hermoso relato de amor entre un niño y una anciana, pertenece a Ajar. Además de estos dos libros, que se reeditan ahora, en el segundo semestre del año Galaxia Gutenberg retomará su primera novela, Una educación europea. Este súbito interés por el escritor es un golpe de suerte para los que sueñan con leer buenas historias. Nunca es tarde para ser feliz.
Cuando Gary creó a Ajar tenía 60 años y estaba cansado de ser "el famoso Romain Gary": había escrito más de 30 libros, había ganado numerosos premios y, con su aire medio agitanado, medio aristocrático, se había convertido en uno de los artistas más admirados de Francia. Brillante e infatigable, escribía igual en inglés que en francés. Él mismo decía que había empezado a pensar en ruso, luego en polaco, después en francés y finalmente en inglés. Era amigo de Camus y directores como Costa Gavras, John Huston y Peter Ustinov habían llevado sus novelas al cine. Así lo describía Anaïs Nin en sus Diarios: "Frágil, con grandes ojos verde azulados, piel bronceada de meridional y una boca aquejada de un rictus (debido a una herida de la guerra), que estropeaba sus rasgos. Sin esa boca, que le daba aire de rufián, habría sido guapo".
Hasta su vida personal tenía un aura de leyenda: de origen judío, había nacido en Lituania en 1914 y, con 14 años, se había instalado en Francia junto a su madre. Fue piloto en la Segunda Guerra Mundial, gaullista, diplomático, portavoz de Francia en la ONU, guionista, director... Fue también marido de la actriz Jean Seberg, y con ella tuvo a su único hijo, Diego. En 1945 publicó su primera novela: Una educación europea. Fue el inicio de una asombrosa carrera literaria. Hasta que en 1974, sintiéndose prisionero de su propia leyenda, creó a Ajar. "Quería ser espectador de mi segunda vida. Fue como volver a nacer. Todo me fue dado de nuevo".
El deseo de tener un seudónimo era antiguo; su propia madre se lo aconsejó cuando tenía 13 años: "Un gran escritor francés no puede tener un nombre ruso. Si fueses un virtuoso violinista estaría muy bien, pero para un titán de la literatura francesa no funciona". Durante meses, el joven Roman Kacew pasó horas enteras probando seudónimos. Los caligrafiaba con tinta roja en un cuaderno especial: "Goethe" ya estaba ocupado, igual que "Shakespeare" y que "Victor Hugo". Cuando publicó su primera novela, lo había encontrado: Romain Gary.
Después de que le concedieran el Goncourt por Las raíces del cielo, inventó nuevos heterónimos: Sinibaldi, Bogat y Ajar. Eran los seudónimos de otro seudónimo y Gary jugaba con todos como un malabarista con las pelotas que lanza al aire. El éxito de Ajar le obligó a olvidar a los otros: La vida ante sí no sólo ganó el Goncourt, sino que fue llevada al cine, obtuvo el Oscar a la mejor película extranjera y un César a la mejor actriz para Simone Signoret.
Cuando los críticos empezaron a sospechar que Ajar era la marioneta tras la que se escondía un autor famoso, señalaron a Queneau y a Aragon. Un burlón Gary publicó la tercera novela de Ajar, Pseudo, donde éste reivindicaba su identidad. "¡Soy Émile Ajar! -grité, golpeándome el pecho-. ¡El auténtico, el único! ¡Soy el hijo de mis obras y el padre de las mismas! ¡No debo nada a nadie! ¡No soy un impostor! ¡No soy un seudo-seudo! (...) Y aquí estalló con una risa maniaca: ji ji ji".
Alguien que se ha creado a sí mismo tiene derecho a destruirse. Eso hizo Romain Gary. En 1980, con 66 años, colocó una toalla roja sobre la almohada, se puso el pijama y se disparó un tiro en la boca con un revólver Smith & Wesson. Su suicidio fue multitudinario: murieron Roman Kacew, Shatan Bogat, Fosco Sinibaldi, Émile Ajar y Romain Gary. Lo que nadie sabe es quién de todos ellos apretó el gatillo.

viernes, 14 de mayo de 2010

Un libro que no debéis perderos

El mejor libro de cuentos que he leído sin duda en mucho tiempo. Sigue la estela de Poe, pero con un prisma mucho más psicológico. Intrigante, cargado de indefiniciones, inesperado...

Cristina Fernández Cubas, Todos sus cuentos.

jueves, 29 de abril de 2010

Empezamos por una RE-CO-MEN-DA-CIÓN

Este recurso, tan poco original como recurrente, nos sirve a todos para romper el hielo.
El hielo que se rompe, se pica, se patina, se deshace. Se funde, se deshiela y nos convierte en extrañas máscaras deshumanizadas.

Es una especie de argumento de autoridad. La RECOMENDACIÓN.

El principio de autoridad al que deberíamos RECURRIR más a menudo.

Mi recurrencia se llama Elena Medel.

Su libro TARA (2006)
Su poema:

AQUELLO EN LO QUE TE FIJAS CUANDO SALIMOS POR LAS NOCHES

Mi madre me enseñó que la mejor forma de pasar por la
vida era renunciando a la propiedad particular.
Ella me convenció de que podría transformar los balbuceos
en música de cámara, con mis zapatos.
Tus zapatos son mágicos, me dijo. Pierde uno y ganarás un marido.
Vende dos y ante ti se revolverán las semillas de tu reino.
Y yo susurraba: mi reino eterno. Junto a él.
Decidí que los compraría de colores para camuflar mi identidad,
sobrios si aspiro a desvelar mis secretos.
Ni tacones ni zapatos planos ni aerodinamismo; le quiero
suciamente. He descubierto que pasos-pequeños
conducen a una-mujer-seria-con-dos-rayas-absortas.

Descalza, de puntillas, vuelvo a tener diez años y a morirme